La paz de la mañana se había esfumado, reemplazada por una calma tensa y vigilante que envolvía la casa como una segunda piel. Desde el estudio, con la ventana abierta, observaba a Gabriel y Valentina en el jardín. Su risa, despreocupada y brillante, era un recordatorio agonizante de todo lo que estaba en juego. Ya no luchábamos solo por nuestro matrimonio, ni siquiera por la verdad. Luchábamos por este pedazo de inocencia, por su derecho a reír bajo el sol sin que sombras ajenas los alcanzaran.
Mi mente, sin embargo, no descansaba. Era un campo de batalla silencioso, trazando mapas de rutinas, analizando cada rostro, cada crujido. Los sirvientes se movían con su habitual eficiencia, pero yo buscaba un titubeo, una mirada furtiva de más. Mi guerra era aquí, entre estas paredes que habían sido testigo de tanto. Y mi primer objetivo era Enzo.
Lo encontré en la biblioteca, fingiendo hojear un libro de arte que era demasiado pesado para sus hombros encogidos. El olor a miedo lo precedía