El cuarto del hospital se sentía distinto desde que Luca había abierto los ojos. Y sin embargo, el vacío era peor que antes. Porque ahora me miraba… y esa mirada no reconocía nada.
Sus pupilas, grises y frías, se posaban en mí como si fuera una intrusa que se había colado en su espacio. El hombre que había jurado destruir el mundo por mí me observaba con el mismo recelo con el que yo había visto a tantos enemigos de los Moretti.
—¿Cómo puedes ser mi esposa? —su voz, grave, pero sin el calor que yo conocía, me atravesó como un disparo.
Sentí que la sangre se me congelaba en las venas. Abrí los labios, pero no salió sonido. Quise tocarlo, pero la rigidez de su cuerpo me detuvo. Era como si cada músculo estuviera en guardia.
—Luca… —susurré, luchando por mantenerme firme—. Te casaste conmigo, tuvimos una vida juntos, una familia.
Él rió, bajo y sin alegría. Una risa que no recordaba, porque sonaba ajena, irónica.
—¿Familia? ¿Yo? —sus ojos se entrecerraron con incredulidad—. ¿Y pretendes