El silencio en la sala era ensordecedor. Los inversionistas, empleados y directivos observaban a los dos hombres enfrentarse como si de una batalla final se tratara. El aire se cortaba con cuchillo, y cada palabra parecía dinamita a punto de estallar.
—¡¿Qué carajos pasa aquí?! ¿Cómo se atreven a reunirse sin mi autorización? —rugió Rolando, cruzando las puertas con el rostro desencajado, los ojos inyectados en furia.
Demian, de pie frente a la gran mesa de reuniones, lo miró con serenidad. No retrocedió ni un paso. Su voz, sin alzar el tono, fue como una bofetada silenciosa.
—Todos tienen derecho a saber la verdad.
Rolando dio un paso al frente, los miró uno a uno, como si grabara sus rostros en su memoria para una venganza futura. En su mente, cada uno de ellos estaba muerto. Traidores.
—¿Verdad? —espetó con desprecio—. ¿Qué verdad? ¿Que nunca serviste como CEO? ¿Que lo único que supiste hacer fue llorar por el amor de una golfa? ¡Esa mujer te debilitó!
Demian apretó los puños, pero