Demian entró en la cocina con pasos silenciosos, todavía con la corbata deshecha y la mirada tensa por el informe que había dejado allá arriba. El amanecer filtraba una luz pálida por las cortinas y el olor del café llenaba el aire. Al verlo, Mariam levantó la vista de la taza; sus ojos, sin embargo, revelaban más de lo que su sonrisa intentaba ocultar: ojeras marcadas, el pulso un poco acelerado, la piel delgada por las noches de insomnio.
Él cerró los ojos por un segundo, tomó aire y se acercó. La rodeó por la espalda con un abrazo que fue más protector que romántico, como quien busca que la realidad se acomode al calor de un cuerpo. Depositó un beso en su mejilla.
—Te amo —susurró en su oído.
Mariam se dejó mecer unos instantes, una sonrisa dulce se dibujó en sus labios pese al cansancio.
—Yo también te amo —respondió, y al separarse él la miró con esa mezcla de ternura y preocupación que siempre la calmaba
—¿Dormiste un poco? Pareces agotada.
Demian hundió la barbilla en su cabeza