El murmullo de la oficina se había calmado después del incidente. El doctor terminó de vendar la mano de Gabriel con profesionalismo, asegurándose de cubrir bien la irritación provocada por el contacto con los pétalos.
Mariam se esforzaba por mantener una calma que no sentía. Su mirada estaba fija en la venda blanca que cubría la mano de su asistente, y aunque intentaba sonreír, la tensión se notaba en sus gestos. Gabriel, por su parte, mascullaba entre dientes, aún molesto por lo sucedido.
El jefe de seguridad se acercó con paso firme, la frente arrugada y el rostro serio.
—Señora, el ramo fue entregado por un mensajero —explicó—. Revisamos las cámaras y no encontramos nada extraño.
Mariam asintió lentamente, aunque su corazón latía con fuerza.
—A partir de hoy, que ningún paquete entre sin ser revisado. Ni flores, ni sobres, nada. Quiero un control exhaustivo.
—Entendido, señora Thompson —respondió el hombre, inclinando la cabeza antes de salir de la oficina con rapidez.
El silencio