El pasillo del hospital todavía huele a desinfectante y silencio.
Lucy deja un beso suave en la frente de Quinn, quien, agotada, se ha quedado dormida con una sonrisa débil en los labios.
Le acomoda la manta con cuidado, asegurándose de que el relicario que le dio siga entre sus manos.
—Descansa, Quinn —susurra—. Prometo que haré todo lo que pueda por él… y por Poppy.
Pero en cuanto cierra la puerta de la habitación, la calma se desmorona.
El miedo regresa con fuerza, empujándola a moverse, a hacer algo.
No puede quedarse quieta sabiendo que Sawyer sigue en una celda, que su nombre está siendo ensuciado por una mentira construida con precisión.
Sin perder tiempo, toma el bolso del respaldo de la silla y se encamina hacia la salida.
Aún no ha amanecido por completo; el cielo está pintado de un gris indeciso, entre la noche que no se va y el día que no termina de llegar.
El aire es frío, cortante, pero Lucy apenas lo siente.
Tiene un solo objetivo: encontrar a los padres de Sawyer