Otro año y medio pasó.
La casa dormía en silencio cuando el primer rayo de sol se filtró por las cortinas.
El aire tenía ese olor a verano que se colaba entre los pliegues de las sábanas y se mezclaba con el suave murmullo de los pájaros afuera.
Lucy abrió los ojos lentamente, desperezándose, y extendió la mano hacia el otro lado de la cama.
Vacío.
Frunció el ceño, aún medio dormida. Sawyer no solía levantarse antes que ella.
Era su rutina quedarse unos minutos más, con el brazo sobre su cintura, respirando el mismo aire como si temiera que los días volvieran a arrebatárselos.
Antes de poder incorporarse, la puerta se abrió con un golpe suave.
—¡Mamá! —exclamó una voz familiar y alegre—. ¡Apúrate, levántate! Tenemos que darnos prisa.
Lucy giró la cabeza, desconcertada. En el umbral estaba Poppy, de pie, con las manos en la cintura y una expresión tan determinada como encantadora.
—¿Prisa? —preguntó Lucy, frotándose los ojos—. ¿Para qué, amor?
—No puedo decirte —respondió Poppy, con