El aire huele a lluvia, aunque el cielo aún no se ha decidido a llorar.
Alexander Blackwood camina por el pasillo de mármol de su oficina como un espectro de lo que era.
Su mirada, usualmente firme y decidida, está perdida en un punto indefinido.
Su mente repite una y otra vez la imagen del rostro de Isabella, roto por la desesperación, y los ojos aterrados de sus hijos cuando una nube de fotógrafos invadió la salida de la escuela esa mañana.
Él intentó detener la avalancha. Mandó seguridad, contrató abogados, suplicó a los medios que se detuvieran. Nada funcionó.
La noticia de que el poderoso Alexander Blackwood tenía trillizos con una mujer que no era su prometida estaba en todos los titulares.
Las fotos los mostraban como una familia feliz, una imagen robada de su privacidad más preciada, ahora expuesta como carnada para las masas hambrientas de escándalo.
Con el corazón encogido, sale de la oficina como un rayo, unos minutos después se presenta en la puerta del apartamento de