La casa de Valentina respira vida. Es una melodía caótica y tierna: risas desbordadas, pasos diminutos corriendo por el pasillo, canciones inventadas al instante, gritos de guerra entre príncipes y dinosaurios. El reloj apenas marca las nueve de la mañana, pero parece que han vivido ya un día entero.
—¡No puedes casarte con un cactus, Gael! —grita Emma, arrastrando su capa de princesa hecha con una toalla rosa.
—¡Puedo si lo amo! —responde Gael muy serio, abrazando la pequeña maceta del pasillo con la devoción de un actor de teatro.
—¡El amor no tiene espinas! —proclama Liam, con una corona de cartón chueca y el torso cubierto con stickers de animales.
Valentina los observa desde la cocina, taza de café en mano y sonrisa indeleble. Aunque parezca mentira, se siente en paz.
Los niños llenan cada rincón de la casa con su energía, pero también con una ternura que le calienta los huesos.
Isabella y Alexander están disfrutando de su luna de miel, y ella tiene el privilegio de