La mañana amaneció despacio. No como una explosión de luz, sino como un susurro de claridad que se filtraba por los ventanales altos del salón. El sol entraba a través de las cortinas translúcidas, pintando la habitación con una calidez dorada. El aroma al café recién hecho flotaba en el aire, mezclado con la suavidad de la lavanda seca que alguien había colocado en pequeños ramos en los marcos de las ventanas.
Elena se despertó aún envuelta en la manta que Alejandro le había colocado la noche anterior. La recordaba, en retazos, el silencio compartido, la ternura inesperada, la forma en que él sostenía su mano como si el mundo dependiera de ese contacto. Se quedó acostada un momento más, respirando hondo, sin atreverse a moverse. El sofá era cómodo, y el espacio se sentía... casi seguro.
Casi.
Al incorporarse, notó que Alejandro no estaba allí. Escuchó ruido de platos en la cocina y voces tenues. Una radio, quizás.
Se levantó descalza, el suelo de madera aún frío bajo sus pies. Cruzó