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Ahora te apareces como si nada

Elena subió desde el taller con las manos manchadas de grafito y una carpeta de diseños bajo el brazo. Su corazón llevaba horas latiendo con fuerza, pero no por el esfuerzo físico. Era la tensión. Alejandro no le hablaba desde el altercado del día anterior. Apenas un gesto frío en los pasillos. Un saludo, murmurando por cortesía frente al personal.

Sabía que no sería fácil trabajar bajo el mismo techo, pero esto... esto estaba por quebrarla.

Empujó la puerta de la sala principal. Allí estaba él, con su camisa blanca arremangada y el ceño fruncido, revisando unos papeles que claramente no recibían su atención. El fuego en la chimenea chisporroteaba con rabia, como si compartiera la energía contenida entre los dos.

Elena avanzó decidida.

-Necesito revisar contigo los ajustes. Hay problemas con la humedad, y necesito autorización para intervenir la estructura de soporte.

Alejandro no levantó la vista. Solo dijo, seco:

-Pídele la autorización a alguien más.

-Alejandro...

-¿No entendiste lo que dije?

Elena dejó caer la carpeta sobre la mesa. El golpe resonó con un eco incómodo en la sala silenciosa.

-Sí, entendí. Entiendo desde el primer día que no quieres que esté aquí. ¿Pero sabes qué? No me importa. Estoy aquí por el trabajo, no por ti.

Él levantó la mirada con furia en los ojos.

-¿Ah, sí? ¿Eso es lo que te dices para poder dormir?

Elena apretó los dientes.

-Tú no tienes idea de lo que me cuesta cada día mantener la compostura. Vine a restaurar esta pintura, no a desenterrar cadáveres emocionales. Pero tú insistes en arrastrar el pasado a cada conversación.

-¿Y tú insistes en fingir que no pasó nada? -Alejandro cruzó la distancia entre ellos con dos zancadas-. Seis años. Seis. Te fuiste sin una sola palabra. Sin una explicación. Y ahora te apareces como si el tiempo no valiera nada.

-¿Y tú qué hiciste? -espetó ella, alzando la voz por primera vez-. ¿Me buscaste? ¿Me escribiste? ¿Intentaste entender?

-¡No podía! -gritó él-. No después de lo que encontré. De lo que supe de ti. Todo era una mentira.

Elena retrocedió un paso. Sus pupilas se dilataron.

-¿De qué hablas?

Alejandro no respondió. Sus labios se tensaron. La rabia había dejado paso al resentimiento. A algo más profundo. Más peligroso.

-Sabes perfectamente de qué hablo -dijo finalmente, en voz baja-. De tus papeles falsos. Tu nuevo nombre. Tus nuevas historias. ¿Quién diablos eres, Elena?

El corazón de ella se disparó, pero su rostro no lo mostró. Había aprendido a ocultar el miedo desde niña.

-Soy artista. Especialista en restauración. Y fui contratada para hacer un trabajo. Punto.

-¡No me jodas! -Alejandro golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar los diseños-. Puedes engañar a todos con tu aire profesional, pero a mí no. Yo vi a la verdadera Elena. Y no tiene nada que ver con esta fachada.

Elena lo miró con furia. Avanzó hacia él hasta que sus pechos rozaron su pecho. La tensión era tan densa que apenas podían respirar.

-La verdadera Elena tuvo que reconstruirse desde cero porque alguien le rompió el alma. Porque hubo silencios donde debía haber respuestas. ¿Y tú tienes el descaro de juzgarme?

Él no se movió. Solo la miraba. La respiración agitada. Las manos apretadas a los costados. Su rostro, una máscara de tormenta interna.

-Podría echarte ahora mismo -dijo con la voz tensa-. Esta casa es mía. El proyecto es mío.

-Pero la decisión no -respondió ella con frialdad-. Fui contratada. No puedes despedirme sin una causa válida. Y créeme, tus celos y tus fantasmas no califican como justificación legal.

Alejandro abrió la boca, pero no dijo nada. Porque sabía que tenía razón.

Un silencio pesado cayó entre ellos. Uno de esos que vibran con todo lo que no se dice.

Ella dio media vuelta para irse, pero antes de llegar a la puerta, se detuvo.

-¿Sabes qué es lo peor? -dijo, sin mirarlo-. Que una parte de mí desearía que todo esto fuera solo profesional. Pero no lo es. Y lo odias tanto como yo.

Alejandro no respondió. Se quedó quieto, con la mandíbula tensa, viendo cómo Elena desaparecía tras la puerta.

Esa noche, Alejandro se quedó solo frente a la chimenea. Afuera llovía. La madera crujía como si la casa también sintiera las fracturas internas. Se sirvió un whisky y lo bebió de un solo trago.

No podía sacarla de la cabeza. Su voz. Su olor. Su maldita determinación.

Y tenía razón.

Parte de él deseaba que se marchara. Pero la otra parte -la más peligrosa- quería exactamente lo contrario.

En su habitación, Elena lloró en silencio. No por tristeza. Por rabia. Por impotencia. Por ese deseo estúpido que se aferraba a su piel como un tatuaje invisible.

Recordó sus manos. El calor de sus discusiones. La forma en que sus cuerpos se buscaban incluso en el desacuerdo.

Pero eso era pasado.

Y esta vez... no pensaba huir.

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