El sonido de la cafetera llenó el departamento con su gorgoteo reconfortante. Sophia apoyó los codos sobre la mesada de la cocina, con el celular en una mano y la taza todavía vacía en la otra. Afuera, la mañana tenía un gris lavado, de esos que no invitan ni a salir ni a quedarse. Un clima suspendido, como ella.Rex bostezó desde su rincón, estirando las patas con dignidad canina antes de dejarse caer nuevamente en su cama redonda. En la radio del comedor sonaba algo instrumental, suave, sin letra. Sophia ya había perdido la costumbre de llenar el aire con palabras.Abrió su red social favorita casi por inercia, sin buscar nada en particular. La aplicación se actualizó y lo primero que apareció fue una foto del evento del fin de semana: la alfombra roja, un grupo de invitados conocidos, luces y copas de espumante. Ella misma, de espaldas, con el vestido de Alfosina y el cabello recogido. A su lado, Gabriel, en su traje negro de solapas satinadas, sonriendo con la exactitud de alguien
El aroma del curry inundaba el apartamento del capitán, mezclándose con el vapor del arroz y la música suave que Gabriel había puesto desde su celular. Algo instrumental, sin letra, casi imperceptible. La cocina se sentía cálida, como si perteneciera a otro mundo. A uno donde las cosas funcionaban sin sobresaltos, sin noticias urgentes, sin rugby, sin cartas escondidas ni decisiones irreversibles.—Tienes una forma de cortar las cebollas que me perturba —dijo Sophia, observando cómo Gabriel las despedazaba más que picarlas.—¿Perturbar en el buen sentido o en el de “este tipo me da miedo con un cuchillo”? —bromeó él.—Un poco de ambas.Gabriel rio. Tenía una risa que llenaba el ambiente, como si las paredes se estiraran para dejarle espacio. Sophia sonrió, aunque no del todo. Había aprendido a encontrar cierta calma en esos momentos, en las tardes que no exigían grandes respuestas ni le hacían preguntas incómodas. Solo era sábado. Solo estaban cocinando.Y, sin embargo, algo pesaba.E
La casa de los padres de John olía a comida recién hecha, a piso encerado y a domingos de toda la vida. En el comedor, la mesa estaba servida con una precisión que solo su madre podía lograr: servilletas bien dobladas, pan cortado en rodajas parejas, vasos de vidrio grueso y el infaltable centro de mesa con flores artificiales que ya nadie cuestionaba.Sophia estaba sentada al lado de él, removiendo distraída una porción de ensalada que no había tocado en serio. Tenía el pelo recogido de forma práctica, sin esfuerzo aparente, y una blusa azul que no parecía elegida con intención, sino al pasar. A ratos, sonreía por cortesía. Pero no estaba ahí. No del todo.John la observó con el rabillo del ojo mientras su madre hablaba del nuevo vecino y su padre se quejaba del precio del aceite de oliva. Años atrás, Sophia habría discutido ambos temas. Ahora apenas asentía.—¿Cómo estas con Gabriel, hija? —preguntó la madre, cortando la conversación sobre las góndolas del supermercado—. Vi en las n
La luz de la tarde entraba rasgando los ventanales del pequeño departamento de Magdalena Ortiz. El polvo flotaba en el aire como un ejército de partículas brillantes, suspendidas entre el calor de un café olvidado y la pantalla abierta de su laptop.Magdalena estaba encorvada sobre el teclado, una mano sosteniéndose la frente, la otra haciendo scroll mecánicamente. Un titular sensacionalista llamó su atención:"La nueva pareja del Arcángel del rugby: Gabriel Torr y Sophia Milstein".Frunció el ceño.Sophia Milstein.Ese nombre, esa cara, no encajaban con lo que recordaba del tipo.Amplió la foto: Gabriel y Sophia caminando juntos, él sonriendo a las cámaras, ella con una expresión medida, diplomática. Como quien acompaña por obligación más que por devoción.—Vaya, vaya... —murmuró Magdalena, acercándose más a la pantalla.No era solo sorpresa. Era también una punzada de desconfianza. Algo que había intentado archivar en su memoria años atrás.El cruce con Gabriel había sido breve, per
La caja estaba allí cuando Sophia volvió del supermercado, apoyada con una delicadeza casi ritual frente a la puerta de su departamento.El envoltorio era sobrio: papel madera, cuerda fina, sin etiqueta visible. Sólo un pequeño sobre blanco adherido en la parte superior, con su nombre escrito a mano y el remitente.Sophia abrió la puerta usando el codo, abrazada a las bolsas de compra. Rex se acercó moviendo la cola, saltando con su única pata trasera y masticando su pelota. Observando como su cuidadora dejaba las bolsas en el suelo y recogía la caja, seguía esperando la caricia de bienvenida. Sophia sintió el peso compacto y denso de aquel paquete tan misterioso, como si dentro hubiera algo mucho más importante que un simple presente.Unas rápidas palmaditas en la cabeza de su mascota y depositó la caja en el sofá.Se sentó en el mueble, y fue desatando el hilo con cuidado mientras en su cabeza se arremolinaban las preguntas. El papel crujió como hojas secas en otoño.Dentro, acomoda
La taza de té humeaba sobre la mesita baja, pero Sophia no la tocaba.Desde su rincón favorito de la sala, veía a Gabriel caminar por su departamento como si fuera suyo: se deslizaba entre los muebles, inspeccionaba los lomos de los libros en las estanterías, abría sin pedir permiso pequeños cofres donde ella guardaba recuerdos.Su mano grande y firme pasó por las encuadernaciones gastadas de las novelas, deteniéndose a veces en algún título como si ponderara su valor.Sophia se mordió el interior de la mejilla. Antes, aquella familiaridad le había parecido encantadora.Ahora, algo en su interior se tensaba, como la cuerda de un violín afinada demasiado alto.—Tienes muy buen gusto para los clásicos —dijo Gabriel, sin volverse a mirarla—. Aunque deberías organizar mejor tu biblioteca.Sonrió como quien hace una broma inofensiva, pero el comentario se deslizó por la piel de Sophia como un alfiler frío.—Me gusta así —respondió ella, acomodándose en el sillón, como si el simple acto de
La noche había caído con una quietud pesada sobre la casa de Thomas, esa clase de silencio que no invita a la paz, sino a la memoria. El refrigerador zumbaba bajo, constante, mientras el reloj de pared dejaba caer los segundos como gotas que erosionaban la paciencia.Thomas apoyaba los codos en la mesa de la cocina. Tenía una taza de café entre las manos, pero no la bebía. Sus ojos estaban fijos en la madera rayada del mantel individual, como si pudiera encontrar alguna respuesta oculta entre las grietas. A lo lejos, en el cuarto de Xavier, se escuchaba el murmullo de un programa infantil bajito. El niño ya dormía. Claire no.—¿Vas a seguir así mucho tiempo más? —preguntó su madre, sin preámbulos, desde el umbral. Su voz era seca, pero no cruel—. Porque si vas a seguir arrastrándote por los rincones, mejor que lo digas ahora. Así me voy haciendo a la idea de que te perdimos para siempre.Thomas cerró los ojos un instante. No tenía fuerzas para defenderse. No esa noche.Claire entró en
La taza de cerámica humeaba sobre la mesa con un aroma a café con canela que llenaba el pequeño café. Era una tarde templada, con el cielo encapotado y una calma extraña en el aire. Sophia se había atado el cabello en un moño flojo, vestía un saco azul marino de cuello alto y pantalones cómodos. Muy pronto tendría que dejar de lado sus cómodos sacos y usar algo más liviano, pues cada día hacía más y más calor. Gabriel, sentado frente a ella, tenía una camisa blanca con las mangas arremangadas y el mismo porte despreocupado que siempre parecía natural en él. Pero había algo distinto en la forma en que ella lo miraba ahora. Algo más atento. Más silencioso.—…y entonces mi hermano se cayó al pozo —dijo Gabriel, riendo por lo bajo mientras giraba la taza entre las manos—. Imaginate a mi madre, gritando como loca, y yo con ocho años, tirándole una cuerda que en realidad era una manguera vieja. La saqué del galpón porque me pareció lo mismo.Sophia sonrió, por reflejo, pero algo en su memor