—¡No, Gabriel! ¡NO! —gritó Sophia, su voz desgarrada por el viento y la lluvia.
Pero ya era tarde. El cartel publicitario ya no reposaba en el suelo. Elevado como una lanza improvisada, Gabriel lo blandía sobre su cabeza, apuntando directamente hacia Thomas. Un destello violento cruzó sus ojos: el brillo febril de alguien que ya no tenía nada que perder pues ya había sido expuesto por lo que en verdad era.
No más máscaras. No más farsas ni actuaciones. No más perfeccionismo ni reacciones medidas conforme lo que el público quería de él. Ahora que, finalmente, la máscara de príncipe se había roto en mil pedazos, ya no tenía sentido seguir fingiendo. Ahora podía dejar salir la furia asesina que venía conteniendo hacía tanto tiempo.
Y justo cuando la multitud contuvo la respiración —cuando el barro, la lluvia y el horror se combinaron en un segundo suspendido en el tiempo—, una mano se alzó desde el suelo.
La mano de Thomas.
La bestia.
Sus dedos, temblorosos, llenos de callos, lastimadura