Dentro de la ambulancia, el aire era más denso que el barro que les cubría la piel.
Sophia temblaba. No sabía si por el frío que calaba los huesos o por el miedo que se le había incrustado en la columna vertebral. Tal vez por ambas cosas. Las sirenas ululaban como fantasmas desesperados, anunciando una tragedia que aún no terminaba de escribirse. A su lado, Xavier no soltaba su mano, ni siquiera cuando el paramédico los cubrió con una manta áspera y seca que olía a hospital y desinfección.
—Están tiritando —dijo el hombre, con voz curtida pero amable—. No los puedo secar, pero al menos con esto no se me congelan.
Sophia asintió. No tenía fuerzas para hablar. La nariz le dolía como si le hubiesen clavado una estaca, y cada respiro le venía con aroma a sangre. Pero eso no era lo que más le importaba.
Frente a ella, apenas sujetado por correas a la camilla, yacía Thomas.
El gigante caído. Jadeaba. Se quejaba. El sudor le perlaba la frente. No sentía las piernas.
—No puedo… moverlas —susu