El motor rugía suave bajo el capó, pero Gabriel apenas lo oía. Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Conducía por la autopista como si fuera una pista de carrera, pero no había apuro en su destino. Solo furia. Solo ese zumbido en la cabeza que volvía a cada instante la imagen de Sophia mirándolo directo a los ojos, diciéndole que sabía todo.
—Maldita perra… —murmuró, sin darse cuenta, golpeando el volante con la palma.
La había subestimado. No por lo que sabía—eso podía manejarlo, siempre podía manejarlo—, sino por su temple. Sophia no era como las otras. No era como la idiota de Verónica, ni como sus exnovias, ni como las reporteras que bajaban la mirada cuando él levantaba la voz. No. Sophia se le había plantado. Lo había enfrentado. Y no solo eso: había reunido pruebas. Había hablado con Castor. Con periodistas. Con personas importantes. Lo había acorralado como si fuera él el débil.
Gabriel apretó los dientes, el maxilar temb