El apartamento estaba mudo. Una cápsula de silencio suspendida entre las paredes pulidas, el parquet que no crujía, y la luz demasiado blanca que se colaba por las persianas cerradas. Sophia dio un paso atrás, observando la puerta sellada como si de pronto se hubiera vuelto parte del muro, una pieza más de ese rompecabezas sin salida.
Golpeó.
Primero con suavidad. Luego con más fuerza.
—¡Gabriel! —gritó, con una voz que sonaba más niña que mujer—. ¡Gabriel, abre esta puerta!
El eco fue lo único que le respondió. La madera vibró bajo su puño, pero no cedió. Bajó la vista. Sin cerrojo, sin perilla convencional, solo el ojo de la cerradura que respondía únicamente a una llave que no estaba allí. Buscó con la mirada. Nada. Ni un teléfono fijo, ni el sonido distante de un vecino.
Como un latido enfermo, su nombre volvió a sonar en su pecho. Sophia se llevó las manos a la cabeza, los rizos revueltos por la desesperación. Miró hacia el balcón. Abrió la puerta y se inclinó sobre el barandal d