El descenso sobre el Aeropuerto de Ginebra fue un espectáculo de contrastes. Bajo el jet privado de Julian, las luces de la ciudad comenzaban a mezclarse con el primer tono azulado del alba, reflejándose en las aguas gélidas del lago Lemán. El aire, al abrirse la compuerta del avión, era afilado y puro, impregnado con el aroma de la nieve fresca de los Alpes que rodeaban el valle como centinelas silenciosos.
Alexander Blackwood fue el primero en bajar la escalinata, extendiendo su mano para ayudar a Camila. El cansancio de los últimos días parecía haberse evaporado, reemplazado por una lucidez casi eléctrica. Antes de que pudieran subir a los vehículos que los esperaban en la pista, Alexander tomó suavemente el brazo de Camila y la condujo unos metros hacia una zona más privada, lejos del ruido de los motores y de la mirada cansada de Julian.
—Camila, espera un segundo —dijo él, su voz era un susurro cálido en medio del frío suizo.
Ella se detuvo, mirándolo a los ojos. En el iris de A