La luz de la luna apenas se filtraba en el dormitorio mientras Alexander terminaba de relatar la pesadilla: Julian Reed no había atacado el plan, sino la ejecución. El correo del Banco Fiduciario, la ruta criptográfica, el mensaje anónimo. Los $1,500 millones estaban en un limbo digital, vulnerables a un ataque informático sofisticado.
Alexander esperaba pánico, o quizás el colapso. En su lugar, la reacción de Camila Ríos Blackwood fue la más helada y peligrosa que había presenciado. Ella se levantó de la cama, recogiendo una bata de seda con una calma antinatural. Sus ojos, normalmente cálidos y profundos, ardían con una intensidad azul que Alexander nunca había visto.
—El Fideicomiso —susurró Camila, y su voz no era la de la mujer enamorada de hace una hora, sino la de una magnate que había comprendido la traición más profunda—. Mi padre. Mi legado. Ese dinero no es un capital de riesgo; es la prueba de una vida. Julian no solo te está atacando a ti, Alexander. Está atacando mi prom