La sesión con la Dra. Alistair se sentía como la audiencia final de un juicio personal. Alexander se sentó frente a ella, con la frialdad de su traje de poder contrastando con el temblor interno que solo Camila podía calmar. La psicóloga forense tenía la potestad de validar o invalidar el corazón de su plan: el matrimonio como escudo legal contra la cláusula de venganza.
—Señor Blackwood —inquirió la Dra. Alistair, con una calma perturbadora—. Su plan de negocios es brillante, pero el Fideicomiso no invierte en planes de negocios. Invierte en estabilidad. ¿Cómo me garantiza usted que, al recibir $1,500 millones, no redirigirá su inmensa inteligencia y sus recursos a la destrucción obsesiva de Julian Reed?
Alexander ya no intentó fingir ser un hombre sin resentimientos. Había agotado esa máscara.
—La garantía no soy yo, doctora —respondió Alexander, hablando desde un lugar de verdad que lo sorprendió—. La garantía es mi esposa.
Dejó sobre la mesa el acuerdo prenupcial y el acta matrimo