El primer sol de Miami, limpio y dorado, se filtró por las amplias ventanas del ático, pintando la suite de Alexander y Camila con un tono de paz que no había conocido en meses. El aire ya no estaba cargado de la tensión del fraude pendiente, sino de la calidez residual de su unión.
Alexander se despertó primero. Se sentía distinto. El miedo había desaparecido, reemplazado por un profundo e inusual estado de gratitud. Giró la cabeza hacia la almohada contigua. Camila dormía profundamente, con el rostro ladeado hacia él, enmarcado por mechones de cabello oscuro y revuelto. Su brazo estaba extendido, descansando sobre su pecho, el peso ligero, pero anclándolo a la realidad más dulce que jamás había conocido.
Observó la curva de su boca, ahora relajada, sin la férrea determinación de la magnate que había negociado la ciberseguridad de mil quinientos millones de dólares con un genio en Tokio. Esta era solo Camila, su refugio.
Deslizó suavemente el brazo de ella y se levantó, moviéndose co