El yate se mecía suavemente bajo el cielo estrellado. La última pregunta de Alex Blackwood flotaba en el aire, densa y peligrosa. Él exigía una mentira, una declaración de amor, como precio de su regreso a la ruina.
Camila, aún envuelta en la camisa suelta que había recuperado, se acercó y colocó sus manos a ambos lados de su rostro, obligándolo a mirarla a los ojos.
—Le daré una verdad, Alex, que es más poderosa que la mentira que exige —dijo Camila, su voz baja y rasposa—. No le amo. No todavía. Amar es ceder el control por completo, y usted y yo estamos demasiado rotos para eso.
Alex parpadeó, la decepción y el asombro se mezclaron en su rostro. Él había esperado una rendición total, una ancla fácil.
—Pero —continuó ella, sus pulgares rozando sus mejillas—, lo deseo. Y deseo la locura que provoca en mí, porque es real, no está filtrada por mis títulos ni por mis prohibiciones. Usted es el único hombre que me ha despojado de mi armadura, Alex. Y si me permite seguir siendo su ancla,