Lilith salió de la sala privada tres con el corazón aún latiendo desacompasado, el cuerpo tibio por la danza y la mente envuelta en ese velo de niebla que Rodrigo Harper había dejado tras de sí. El hombre tenía algo… algo distinto. No era como Pedro Juan, cuya sola presencia la hacía temblar por dentro. Rodrigo la miraba como si ya supiera lo que iba a hacer antes de que lo hiciera. Como si supiera cosas que ni ella conocía de sí misma. Él era claro y transparente, emanaba confianza, no se ocultaba, brillaba. Pedro Juan por el contrario era oscuridad, secretismo… y eso la encendía.
—Estuviste magnífica —murmuró Elvira al recibirla—. Nunca había visto a Rodrigo tan… fascinado.
Lilith no respondió. Su respiración aún se acomodaba. Se arregló la chaqueta y echó a andar por el pasillo.
Pero no llegó lejos.
Pedro Juan estaba allí. Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y el ceño tallado en piedra. Los ojos oscuros, clavados en ella. Ardían.
—¿Te divertiste?
La pregunta cayó como