Darina bajó del auto como si emergiera de un naufragio.
El aire le quemaba los pulmones, su corazón golpeaba con fuerza salvaje, y cada paso que daba sentía que la arrastraba por un abismo. No podía permitirse colapsar. No ahora. No cuando sus hijos podían estar en peligro.
Casi tropezó al seguir a Alfonso con pasos frenéticos, sus zapatos resonando en el suelo con una urgencia brutal.
La puerta se abrió, y sin esperar una palabra, sin preocuparse por la cortesía, irrumpió en la casa como una ráfaga de viento en medio de una tormenta.
—¡Niños! ¡Rossyn, Helmer, Hernán! —gritó con el alma en la garganta, la voz hecha pedazos por el miedo.
Era el grito de una madre al borde de la locura.
El eco de sus palabras apenas había terminado de rebotar por las paredes cuando tres pares de pies descalzos retumbaron hacia ella.
Tres cuerpecitos cruzaron el pasillo como bólidos, como si el instinto les hubiera dicho que debían correr ante la voz de mamá.
Cuando la vieron, se detuvieron de golpe.
—¡Ma