Veinte años después.
Hermes caminaba de un lado a otro en su despacho. Tenía el ceño fruncido, las manos temblorosas y una carta arrugada en el puño.
La había leído tantas veces que ya se la sabía de memoria, pero aun así, no podía creer lo que sus ojos veían. No quería creerlo.
—No… esto no puede estar pasando —murmuró para sí, sintiendo que el corazón le latía en el pecho con una mezcla de furia, preocupación y, sobre todo, miedo.
Rossyn. Su niña. Su hija.
Su hija lo había sorprendido y decepcionado. Se había escapado con alguien quien Hermes sabía que no la quería.
¿Cómo había podido? ¿Cómo esa dulce niña que alguna vez le prometió que siempre lo amaría se atrevía ahora a marcharse… con Elliot?
Hermes apretó los dientes y, con voz firme, gritó a sus empleados de forma urgente.
Los hombres entraron rápidamente, tensos ante el tono de su señor.
—¡Busquen a mi hija! ¡Encuéntrenla y tráiganla ante mí, cueste lo que cueste!
El eco de su orden resonó por toda la mansión.
No pasó mucho tie