Gustavo estaba nervioso, demasiado nervioso.
Sentía cómo el sudor frío le corría por la frente mientras sostenía el teléfono temblando.
Aquellas palabras que había escuchado lo atormentaban como cuchilladas en su mente.
Apenas pudo procesarlas, colgó la llamada con manos temblorosa. Conducía.
La noche se cernió sobre él, pensó en Sienna la llamó una y otra vez, luchando contra la impaciencia, contra el miedo de que ella no quisiera responderle.
Al fin, tras varios intentos desesperados, la línea se abrió.
—Sienna… —dijo con voz entrecortada.
Ella no le dejó siquiera respirar en calma.
—Tenemos que hablar, Gustavo.
Aquella frase, pronunciada con un tono firme, lo atravesó como una daga.
Era la voz de alguien que se prepara para una confrontación inevitable, y Gustavo lo sintió en la piel.
—Entiendo… estoy enterado, Sienna. Y quiero hablar, aclarar todo lo que pasó. ¿Podemos vernos mañana temprano, en el café central? —pidió con voz suplicante,
—Bien. Te veré ahí a las diez de la mañana