—¡¿Qué es esto?! ¡Abusaste de mí! —gritó Orla, con el rostro desencajado, la voz rota entre rabia y vergüenza.
Félix, aún despeinado, con la sábana enredada a la cintura, levantó las manos como si quisiera defenderse de un crimen que él también negaba.
—¡No, no, no! —replicó con torpeza—. ¡Tú abusaste de mí!
Ambos se miraron en silencio, con el horror reflejado en los ojos, como dos animales atrapados en una jaula de la que no había escapatoria.
Era imposible negar lo que había pasado, imposible borrar el sudor en su piel, las marcas de uñas, la mezcla de deseo y confusión que aún impregnaba el aire de la habitación.
De pronto, Félix soltó una carcajada nerviosa, un sonido fuera de lugar, casi cruel.
—Vaya, mira esto… —dijo, intentando sonar ligero, como si la tragedia pudiera convertirse en una broma.
La risa fue la chispa que encendió la rabia de Orla.
Ella agarró los cojines de la cama y empezó a golpearlo con furia, descargando en cada golpe el peso de la humillación.
—¡Idiota! ¡E