Orla se levantó de golpe, el corazón, latiéndole con una fuerza salvaje, casi insoportable.
Sus manos temblaban mientras recogía sus ropas del suelo, vistiéndose con la prisa desesperada de quien teme ser devorada por la oscuridad.
—¡Mientes, mientes! —gritó con la voz quebrada, la garganta ardiendo de rabia y de miedo—. ¡No me hiciste nada!
Él la miró con una sonrisa burlona, esa sonrisa que no era de afecto ni de ternura, sino de burla cruel, de arrogancia venenosa.
Su mirada la atravesaba como cuchillas, observando cada movimiento, cada gesto, como si la desnudara con los ojos, incluso cuando ella apresuraba sus manos para cubrirse.
Orla se vistió tan rápido que parecía huir de sí misma, no permitiendo que él viera más de lo que ya había visto.
Sus ojos estaban anegados en lágrimas contenidas. El dolor era insoportable, pero no iba a llorar. No, no delante de ese hombre. No le daría ese poder, no le entregaría su humillación.
—¡Mientes! —repitió, su voz quebrada, pero firme, como un