Orla rompió en llanto, un llanto desgarrador que parecía brotar desde lo más profundo de su alma.
Sus sollozos eran como cuchillos atravesando el silencio de aquella habitación.
Félix, con el corazón hecho pedazos al verla así, la abrazó con todas sus fuerzas, como si en ese gesto pudiera protegerla del mundo entero, como si al apretarla contra su pecho pudiera borrar lo ocurrido.
Ella temblaba, su cuerpo era un mar de espasmos y miedo.
—No me toques… —sollozó con voz rota, apartando un poco su rostro—. Debo darte asco…
Las palabras fueron como un golpe para él. La sostuvo con más firmeza, sacudiendo la cabeza con rabia y ternura a la vez.
—¡Nunca! —exclamó con un tono casi suplicante—. No vuelvas a decir eso, Orla. Nunca podrías darme asco. No pienses que tienes culpa de nada. ¡No es tu culpa!
Ella cerró los ojos, ahogada en lágrimas, con un nudo en la garganta.
—Tengo miedo… —murmuró, casi como una niña perdida.
Félix tomó su rostro entre sus manos, besó su frente con desesperación.