El auto se detuvo frente a un bar lujoso, uno de esos lugares donde solo entraba la élite, donde cada lámpara de cristal y cada botella detrás de la barra parecía costar una fortuna.
El aire olía, a exclusividad, a humo de habano mezclado con perfumes importados.
Alexis, nervioso, miró a Sienna, que descendió del coche como si fuera la reina del lugar.
Ella caminaba con una seguridad que él apenas podía reconocer.
Esa mujer ya no era la muchacha frágil que un día había amado y que había perdido por orgullo y errores.
Esa Sienna era una diosa inalcanzable, con los ojos brillantes de determinación y la espalda erguida como si nada en el mundo pudiera quebrarla. Y, sin embargo, Alexis sabía que bajo esa coraza ardía un volcán de resentimiento hacia él.
Entraron. Apenas cruzaron la puerta, fue evidente que los estaban esperando.
Los rostros giraron hacia ellos, las conversaciones se pausaron, y en esa atmósfera cargada, Sienna lo condujo directamente a una sala privada.
Ahí estaban los em