—El tumor es pequeño, señora García —dijo el médico con voz serena, aunque con la seriedad de quien sabe que cada palabra pesa—. Está encapsulado, y eso es lo que lo hace benigno. Es muy seguro que podamos operarlo. Sin embargo, debo ser completamente honesto con usted: una operación cerebral, por más sencilla que parezca en teoría, siempre tiene riesgos.
El doctor se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre el escritorio. Sus ojos buscaban los de Sienna, como queriendo transmitirle calma y confianza.
—Pero debemos confiar. Usted estará en manos de un equipo experto. Yo mismo estaré presente en la cirugía. Créame, estoy convencido de que todo saldrá bien.
Sienna no pudo contenerse. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, silenciosas, primero, luego más abundantes.
El aire se le atascaba en el pecho como si estuviera tragando fuego.
—¿Cuándo debo operarme? —preguntó con voz quebrada.
El médico revisó su agenda y habló con tono profesional, pero sin dureza.
—En veinte