Cuando Eugenio entró a la habitación, el corazón le dio un vuelco.
Allí, recostada en la cama del hospital, estaba su hija, Sienna.
Pero no era la misma joven que él recordaba en los momentos en que la había visto antes, llena de energía, con esa sonrisa traviesa y segura. Ahora parecía distinta, casi irreconocible: sus ojos, aunque hermosos, tenían un matiz apagado, y en su expresión había algo de desconfianza, como si el mundo entero fuese un terreno hostil.
El doctor estaba junto a ella, revisando sus signos vitales, con una calma profesional que contrastaba con la tensión en el aire.
—Es normal que en estos casos haya un periodo de amnesia —explicó con voz firme, dirigiéndose tanto a Eugenio como a Sienna—. Tu mente está intentando protegerte, Sienna. Esto pasará. Espero que, en cuanto la inflamación de tu cerebro disminuya, los recuerdos vuelvan poco a poco. Tienes que confiar. Tu familia ha estado aquí, pendiente de ti, no han dejado de preocuparse.
Las palabras del médico parec