Sienna retrocedió un paso, el corazón desbocado golpeando en su pecho como si quisiera escapar.
El aire se volvió pesado, difícil de respirar. Nunca, ni en sus peores pesadillas, había imaginado volver a ver a ese hombre. Y mucho menos, ahí, en ese lugar donde se suponía que podía sentirse a salvo.
Él estaba sentado con una postura relajada, pero su sonrisa burlona, casi cínica, era como la de un león hambriento acorralando a su presa antes de lanzarse sobre ella.
Sus ojos brillaban con un fulgor oscuro, tan distinto al hombre que ella había amado.
—¿Qué sucede, señorita? —preguntó con voz grave, arrastrando las palabras como un reto—. ¿No nos va a servir un trago?
Antes de que ella pudiera responder, otro mesero entró cargando varias botellas de whisky, coñac y Champaña.
El tintineo del cristal parecía burlarse de su tensión.
Los demás hombres en la sala aplaudieron entre risas, celebrando la llegada del alcohol, sin tener idea del huracán que estaba a punto de desatarse.
Sienna trag