—Nunca es demasiado tarde, Tarah.
Las palabras de Jeremías flotaban en el aire, pero Tarah no respondió. Se limitó a comer en silencio, sumida en sus pensamientos.
Cada bocado era un esfuerzo, como si la comida se convirtiera en plomo en su estómago. Sus ojos se mantenían fijos en el plato, mientras su mente viajaba a lugares oscuros donde las dudas y los temores la acechaban.
Cuando finalmente terminó, Jeremías se levantó, decidido a lavar los platos.
El sonido del agua corriendo y el roce de los utensilios eran un eco de su confusión interna. Mientras frotaba los platos, sus pensamientos se centraban en las palabras de Tarah.
“No quiero perderla, ni a ella, ni a mi hijo. No la merezco, pero quiero amarla”, reflexionó.
El peso de sus emociones lo abrumaba.
¿Cómo podía expresar todo lo que sentía?
Cada día que pasaba sin poder decirle lo que su corazón anhelaba, se sentía como una eternidad.
Las imágenes de Tarah, sonriendo y jugando con su hijo, se repetían en su mente, y cada vez qu