Sienna se levantó de un salto, el cuerpo aún tembloroso por la mezcla de miedo y desesperación que la consumía por dentro.
Sin perder tiempo, tomó su ropa con manos temblorosas y se dirigió al baño.
Cerró la puerta tras de sí y se cambió con rapidez, casi como si se quitara un peso insoportable de encima, pero su mirada revelaba que el tormento apenas comenzaba.
Cuando ella salió, estaba desesperada.
Mientras tanto, Félix intentó acercarse con calma, buscando calmarla, tratar de que entendiera que debía mantener la paciencia, que todo se resolvería a su tiempo. Pero ella no estaba para esperar ni para escuchar.
—¡Necesito ver a mi hija! —exclamó con voz quebrada, casi desesperada—. ¡Por favor, apártate de mi camino!
El hombre la miró con comprensión y determinación.
—Te llevaré a ella, Sienna, y te ayudaré a tener a tu hija contigo. Lo juro por todo lo que soy.
Ella dudó un instante, un segundo donde la esperanza y la desesperación se enfrentaron con brutal intensidad.
Pero ya no tenía