Cuando Sienna abrió los ojos, el frío de la noche aún le calaba los huesos.
Ya no sentía esas manos ásperas que la sostenían con fuerza; estaba libre, pero aún temblaba como una hoja al viento.
Sus párpados se alzaron lentamente y entonces lo vio: los hombres que minutos antes la habían atacado y amenazado, yacían tirados en el suelo, inmóviles, bañados en un charco oscuro de sangre.
El olor metálico le inundó las fosas nasales, despertando un pánico aún más profundo.
Un grito ahogado se escapó de sus labios, un sonido lleno de terror y desahogo que resonó en la soledad de la calle.
Retrocedió un paso, insegura, temerosa de que aquello fuera un sueño del que no podría despertar.
Y justo entonces, sintió unas manos suaves y firmes que la tocaron por los hombros.
Giró rápidamente, casi a la defensiva, y comenzó a manotear, lista para defenderse de quien sea que se acercara.
Pero la voz que escuchó la detuvo, dulce y llena de preocupación.
—¡Sienna, Sienna, está bien! Estás a salvo.
Esa