El pasillo del hospital olía a desinfectante, ese aroma penetrante que parecía colarse en la piel y en los recuerdos.
Las luces blancas parpadeaban con un zumbido tenue, y en medio de aquel escenario aséptico, la pequeña Melody se aferraba con fuerza al cuello de su madre.
Sus manitas temblaban, su respiración era rápida, como si quisiera llorar, pero temiera hacerlo.
—Papi va a estar bien —murmuró Sienna, abrazando a su hija contra el pecho.
Su voz sonaba segura, pero sus ojos, húmedos y rojos, delataban un mar de angustia.
Melody alzó su carita, llena de confusión.
—Mami… ¿Por qué papito está muy triste? ¿Por qué no sonríe como antes?
Sienna sintió que su corazón se quebraba. No quería que su hija cargara con ese dolor.
Con un gesto tierno, le besó la frente, acariciando su cabello rubio como si esa caricia fuera un escudo contra el miedo.
—Porque está enfermito, mi amor, pero todo pasará —susurró.
En ese momento, la puerta del pasillo se abrió y apareció Félix, su hermano.
Su sembla