—¡¿Escuchas cómo me humilla, Félix?! —dijo Fedora
Félix, sin vacilar, tomó su mano con fuerza, apretándola como si con ese simple gesto declarara algo irrefutable.
—Ella es mi esposa. Vete ahora, Fedora.
Fedora rompió en sollozos, dio media vuelta con la dignidad hecha añicos.
—Te arrepentirás, Félix… —susurró entre lágrimas, pero con un dejo de furia—. Tú me perteneces, siempre me amarás a mí.
Su sombra se desvaneció al conducir su auto lejos de allí, pero el eco de sus palabras se quedó flotando como veneno.
El corazón de Félix latía con brutalidad, desbordado, y aun así, soltó la mano de Orla con brusquedad.
Ella lo miró fijamente, con una mezcla de rabia y desafío.
—Al menos… mientras yo esté aquí, no quiero ver a tus mujerzuelas. Respétame.
El rostro de Félix se endureció, los ojos ardiendo con un enojo oscuro.
Orla no esperó respuesta, dio la vuelta y se dirigió a su alcoba, la cabeza erguida, aunque por dentro su corazón temblaba.
Él quedó solo, con el alma demasiado pesada. Do