El grito que atravesó la música fue tan desgarrador que la fiesta se paralizó de inmediato.
Todos corrieron hacia la piscina, con los rostros llenos de confusión y miedo, y lo que vieron los dejó helados: dos figuras luchaban por salir a la superficie, enredadas, hundiéndose y emergiendo entre espasmos de desesperación.
—¡Ayúdame, Félix, me muero! —chilló una voz femenina, ahogada por el agua.
Félix, al escuchar aquel llamado, volvió el rostro y la vio. Fedora. Sus ojos, grandes y suplicantes, lo atravesaron como un dardo venenoso.
—¡Fedora! —exclamó, sin poder contenerse.
Sin pensarlo dos veces, Félix se lanzó a la piscina.
El agua lo envolvió como un puño helado, pero su cuerpo se movió con la fuerza de la urgencia.
La tomó en sus brazos y, nadando con destreza, la sacó fuera, levantándola entre sus brazos como si aún fuese aquella mujer que un día amó.
No miró atrás, no lo pensó dos veces, no se detuvo a reflexionar.
Solo actuó.
Fedora temblaba, con los labios morados, pero en su m