El primer sorbo de café quema mi lengua, pero ni siquiera eso logra despertarme del todo. Andrea bosteza frente a su computadora, el rímel corrido dejando manchas oscuras bajo sus ojos. Sofía, a dos puestos de distancia, se frota las sienes con los dedos, el cabello perfectamente liso de ayer ahora rebelde y despeinado.
Las tres parecemos fantasmas.
Los pasos firmes de Jesús resuenan en el pasillo antes de que lo vea. Cuando aparece frente a mi escritorio, su traje impecable y su postura recta son un recordatorio doloroso de lo desastrosas que debemos lucir.
—Buenos días, señorita Valdez —dice, y su voz tiene ese tono que usa cuando está a punto de hacer un comentario sarcástico—. Parece que el fin de semana empezó temprano para ustedes tres.
Trago saliva, sintiendo cómo el calor sube por mi cuello. Si supieras...
—Salimos anoche —confieso, evitando su mirada—. Un club en el centro.
Jesús cruza los brazos, estudiándome con esa intensidad que siempre me hace sentir desnuda.