Jesús está en su oficina, la espalda recta frente a la computadora, los dedos golpeando el teclado con una precisión que delata su irritación. No me ha mirado ni una vez en todo el día.
No desde aquel ascensor donde su mano se aferró a la mía como si fuera su salvación y su condena al mismo tiempo.
—Parece que alguien está de mal humor —comenta Sofía, apareciendo a mi lado con una sonrisa que solo es dulce en la superficie—. ¿Problemas en el paraíso, Valdez?
Trago saliva, concentrándome en los planos extendidos sobre mi escritorio.
—No sé de qué hablas.
—Claro que no —se burla, jugueteando con un mechón de su pelo perfectamente lacio—. Solo digo que si te mandan a Monterrey definitivamente, tendrás que empezar de cero. Seducir a otro jefe no debe ser fácil.
Mis dedos se aprietan alrededor del lápiz hasta que siento que podría romperse. Estoy a punto de mandarla a freír mazorcas cuando...
—Sofía, ¿no tienes trabajo que hacer? —pregunta Andrea, apareciendo como un ángel guar