El timbre suena justo a las 10:00 a.m., puntual como su padre. Kathy está en mi puerta con una carpeta bajo el brazo y una sonrisa que parece más frágil de lo que recuerdo. Lleva el pelo recogido en una coleta despeinada, como si se hubiera vestido apurada, y sus ojos - esos ojos que son tan idénticos a los de Jesús - tienen sombras que no deberían estar ahí para una chica de su edad.
—¡Hola, profe!— dice, pasando junto a mí con la familiaridad de quien ya ha decidido que somos aliadas.
El olor a chocolate de su champú invade mi espacio personal, mezclándose con el café que preparé para nosotras.
Miro por la ventana instintivamente, buscando el auto de Jesús, pero la calle está vacía.
—¿Tu padre no te trajo?— pregunto mientras cierro la puerta.
Kathy sacude la cabeza, dejando caer su mochila en mi sofá con un ruido de cosas que chocan entre sí. —Vine en taxi. Papá tiene una llamada con unos inversionistas en Ginebra—.
Ginebra. Donde está su esposa. La palabra cae como una p