Las madrugadas en Lumbre son silenciosas como un cementerio. Mis pasos resuenan en el lobby vacío, el eco de mis tacones acompañando el ritmo de mi corazón cansado. Son las 4:07 AM y ya estoy aquí, como todos los días desde que Jesús decidió convertir nuestro distanciamiento en un arte abstracto.
He adoptado los proyectos que nadie quiere: las auditorías interminables, los informes que nadie leerá, las bases de datos que requieren revisión manual. Trabajo que mantenga mi mente ocupada y mis ojos secos.
Esta mañana fue distinta. El taxi que tomé - uno de esos viejos sedanes con olor a cigarrillo y desesperanza - se convirtió en una pesadilla cuando el conductor decidió que mi viaje solitario antes del amanecer era una invitación.
El taxista tenía los nudillos cubiertos de cicatrices y un olor a sudor rancio que impregnaba el asiento trasero. Desde el primer momento, sus ojos en el espejo retrovisor me escudriñaron como si yo fuera un menú que estaba considerando ordenar.
—¿Sola a