Las nuevas normas llegan como un decreto real, pero sin necesidad de decirlas, quedan impresas en el aire cada vez que compartimos espacjos. Todas las puertas de las oficinas deben permanecer abiertas cuando estamos juntos. No más encuentros uno a uno sin testigos. Y, lo más doloroso, mi nombre desaparece sistemáticamente de las listas de invitados a reuniones clave.
Andrea me analiza mientras tomamos café en la cocina, sus ojos escudriñando mi reacción.
—¿Qué diablos pasó entre ustedes dos? —pregunta, bajando la voz aunque estamos solas— Te está alejando a propósito. Es obvio.
Agito mi café como si las respuestas pudieran leerse en los sedimentos.
—No tengo idea —miento—. Quizás finalmente se dio cuenta de que no valgo tanto como creía.
Andrea resopla, incrédula.
—Camila, por favor. Ese hombre te ha protegido desde el día uno. Esto es personal. Me estás ocultando algo.
El café me sabe amargo, tanto como la culpa.
El pasillo hacia su oficina parece haberse alargado en los