Estoy sentada al borde de la cama, hipnotizada por el ritmo de su respiración, por cómo su pecho desnudo sube y baja con cada inhalación pausada. Mis dedos trazan líneas como con voluntad propia en la barba incipiente que oscurece su mandíbula, ese vello áspero que le da un aire salvaje, como si ni siquiera en sueños pudiera contener completamente su naturaleza.
Jesús se mueve, un gemido gutural escapando de sus labios entreabiertos. Entrecierra los ojos, deslumbrado por la luz matinal.
—¿Qué pasó? —pregunta, llevándose una mano a la sien con un gesto que delata el martilleo en su cabeza.
Le tiendo el vaso de agua y las pastillas sin responder directamente.
—Llegaste así anoche —miento, omitiendo a Marcus, —En taxi, tendrás que localizar tu coche —él se toma las pastillas de un bocado.
—Lo siento —susurra, pero en sus ojos hay algo más profundo que la resaca, algo que se parece demasiado al remordimiento.
Nos quedamos en silencio. Yo recostada contra la cabecera de la cama