El aliento caliente de Jesús en mi nuca me despierta. Su brazo pesa sobre mi cintura, anclándome a él incluso en sueños. Cada músculo de mi cuerpo grita de cansancio, cada marca en mi piel es un recordatorio de lo que hicimos una y otra vez, durante toda la mañana.
Intento escabullirme, moviéndome con cuidado para no despertarlo, pero sus dedos se cierran alrededor de mi muñeca antes de que pueda levantarme.
—No te vayas —murmura, su voz ronca de sueño y satisfacción.
Con los ojos aun cerrados me atrae hacia él y sus labios encuentran los míos antes de que pueda protestar. El beso es lento, perezoso, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Y por un instante loco, me dejo llevar otra vez.
Pero la realidad se cuela entre nosotros como agua fría.
—Tenemos que parar —susurro contra su boca, aunque mis manos ya están perdidas en su cabello.
Jesús no responde con palabras. Responde con sus labios descendiendo por mi cuello, con sus manos reclamando mi cuerpo como si le perten