La oficina de Lumbre nunca me había parecido tan pequeña, tan llena de miradas que parecen clavarse en mi espalda mientras camino hacia mi escritorio. Cada paso es un suplicio, cada saludo un recordatorio de que todos pueden ver la culpa grabada en mi rostro como una marca al rojo vivo.
Evito mirar hacia el pasillo que conduce a su oficina, pero mi cuerpo es un traidor—mis ojos se desvían sin permiso, buscando entre los vidrios polarizados la silueta que tanto he intentado olvidar. Jesús está ahí, de espaldas, hablando por teléfono con esa postura rígida que adopta cuando discute con proveedores. Me muerdo el labio hasta casi hacerlo sangrar.
—Camila, belleza inalcanzable.
La voz de Alberto Valdez me hace girar. El arquitecto pasante se apoya contra mi escritorio con esa pose estudiada que tanto trabaja frente al espejo—brazo flexionado para marcar el bíceps, reloj Rolex falso brillando bajo la luz artificial, la sonrisa de quien está acostumbrado a que le digan que sí.
—¿Nece