Isabella cerró la puerta del baño con fuerza contenida, como si ese simple acto pudiera frenar el torbellino que llevaba dentro. Apoyó la frente contra la pared de azulejos fríos, cerró los ojos y tragó saliva. Había escuchado cada palabra, había sentido cada puñalada, pero no iba a derrumbarse. No. No otra vez. Respiró hondo, y mientras lo hacía, sus pensamientos se arremolinaban con rabia contenida.
—¿Así es como quieres jugar, D’Alessio? —susurró con los dientes apretados—. Perfecto. Yo también sé jugar. Y no te va a gustar.
Se enderezó con lentitud, alisó su blusa con las palmas y salió del baño como si nada hubiera pasado. Su rostro no mostraba dolor, ni enojo, ni siquiera decepción. Solo una calma firme, casi peligrosa. Esa que precede a la determinación.
Durante los días siguientes, Isabella se transformó en una máquina de eficiencia. Revisaba cada proyecto con lupa, respondía los correos con un profesionalismo impenetrable, llegaba antes que todos y era la última en irse. No d