Entraron a la casa envueltos en un silencio extraño, incómodo pero cargado de significado. Isabella cerró la puerta con suavidad mientras Marcos, unos pasos detrás, tropezó con una pequeña escultura que decoraba la entrada. El objeto tambaleó peligrosamente antes de estabilizarse.
—¡Shh! —susurró Isabella con rapidez, volviendo hacia él—. Mi hermana está dormida… no hagas ruido, por favor.
—Lo siento —musitó Marcos, esbozando una sonrisa culpable mientras observaba el interior del lugar que, para él, no era completamente desconocido.
Esa casa ya la había pisado antes. Esa alfombra mullida, el aroma tenue a lavanda, la pintura ligeramente craquelada de las paredes del recibidor… todo le resultaba demasiado familiar. La última vez que estuvo allí no había palabras de amor, ni promesas de un futuro juntos. Solo dos cuerpos rendidos al deseo, buscando calor en medio del caos.
—No ha cambiado nada —comentó en voz baja mientras avanzaban hacia la sala.
Isabella se detuvo. Se giró a verlo, y