La puerta permanecía entrecerrada, dejando pasar apenas la tenue luz del pasillo. La habitación estaba en silencio, pero el aire… el aire estaba cargado, espeso, como si contuviera todos los secretos que nunca se dijeron.
Isabella yacía bajo él, sin decir palabra. Los ojos grandes, brillantes, intentando sostener la mirada de Marcos mientras su pecho subía y bajaba con rapidez. Su cuerpo estaba tenso, pero no de miedo, sino de ese temblor que llega cuando algo muy esperado y muy temido ocurre al mismo tiempo.
Marcos la observaba desde arriba, con los labios entreabiertos y una expresión que oscilaba entre el deseo y la culpa. Sus dedos se deslizaban por la línea de su mandíbula con una suavidad casi reverente. Como si le costara creer que ella estaba allí, debajo de él, sin apartarse.
—No deberíamos… —susurró ella, con la voz atrapada en su garganta.
—Ya es tarde para eso —respondió él sin despegar los ojos de su boca—. No me pidas que me detenga cuando cada parte de mí te necesita.
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