El reloj digital del cuarto marcaba las 2:43 a. m.
Isabella no podía dormir.
Aunque Sofía respiraba tranquila a su lado, y la casa entera estaba en silencio, su pecho seguía latiendo con fuerza. No era la preocupación. Ni siquiera el cansancio. Era otra cosa.
Era él.
Allí abajo. En su sofá. En su casa. En su mundo.
No lo entendía.
No quería entenderlo.
Se levantó con cuidado para no despertar a su hermana. Se puso una bata de satén encima de su camisón de seda gris perla, anudándola flojamente a la cintura. Sus pies descalzos se deslizaban por el mármol con pasos silenciosos.
Tenía sed. Y necesitaba despejarse.
Bajó las escaleras con la casa a oscuras, guiándose por la tenue luz que entraba por los ventanales.
Llegó a la cocina y encendió una lámpara pequeña sobre la encimera. El brillo dorado llenó el espacio de una calidez suave, íntima. Abrió el refrigerador, sacó una botella de agua y sirvió un poco en un vaso.
Estaba bebiendo cuando escuchó un ruido detrás de ella. Se giró…
y lo